14 de septiembre de 2014

Al final entendí por qué lo llamaban "paraíso terrenal".

Le pregunté cuánto tiempo más tendría que esperar. Me miró y encogió los hombros. Sinceramente no lo sé. 

Llevaba ya más de tres horas sentada en una butaca, apoyada en la pared, esperando por alguien que ni siquiera sabía si aparecería. La puerta se entreabría cada media hora, como para asegurarse de que aún estaba allí.
No sé que pretenden con esto la verdad. Ni él ni todos los empleaduchos que tiene a disposición. Estoy segura de que ni siquiera está aquí, de que no me ha llamado él y de que todo esto es una broma de mal gusto.
Quedaban diez minutos para las ocho. En cuanto suenen las campanas me voy, no paraba de repetir la misma frase para mis adentros. Ni siquiera sabía qué estaba esperando.
Aquel lugar era muy deprimente. Las paredes eran blancas y lisas, había una ventanilla desde la que se veía su secretario, supongo, un guardia jurado siempre al lado del portón principal, seis sillas de espera, como las de un hospital y una puerta de aluminio del mismo color que esas deprimentes paredes. Ah, y un reloj. Que perfectamente se podría prescindir de él, puesto que la iglesia más cercana estaba a dos calles de ahí. Cada media y cada hora doblaban las campanas. A las ocho me voy, volvía a decirme.
Yo iba vestida con americana y pitillos negros, una camiseta beis de fiesta. No me preguntéis por qué, pero quién quiera que me haya llamado me trasmitió jubilo y diversión. 
No suelo ir a dónde desconocidos me requieran, pero conocía el lugar, todo el mundo hablaba de él. Pocos eran los invitados a entrar en ese paraíso terrenal, como lo llamaban los que ya habían pasado por ahí. 
Más que paraíso terrenal yo lo hubiera llamado apáñate con lo que puedas, vale nunca he sido muy buena dando nombres a las cosas, pero ese lugar era frío y funesto. Nunca había sentido la necesidad de quedarme quieta en un lugar por miedo a lo que pueda pasar. 
Las ocho menos cinco. Nunca habían ido tan lentas las manecillas del reloj. Aguanta un poco más, ya casi puedes irte sin perder ninguno de tus modales.
Cogí mi bolso, me levanté, estaba casi a la altura del guardia cuando de repente se abre la puerta y pronuncian mi nombre y mi primer apellido. Miré alrededor y no había nadie más que yo. Di media vuelta y me dispuse a entrar en esa especie de despacho. 
Cuando entré solo era capaz de distinguir luces rojas. Como en un cuarto de revelado fotográfico.
"Siéntate" oí decir. Un foco enorme de luz se encendió e iluminó una silla y un escritorio. Me recordó a la escena de una película. Si encontraba una máscara de Guy Fawkes en la habitación empezaría a preocuparme.
Después de un par de minutos oyendo susurros y pasos de un lado a otro, advertí una mano que colocaba delante de mí una especie de contrato. Eran una serie de pautas. Me habló una vez más. Su voz me resultó familiar y leyendo el papel por encima sabía ya a lo que había venido. Creo que nunca me había visto envuelta en tal situación. Tenía curiosidad por si había acertado. Por saber si de verdad era él y me había encontrado. Firmé y se encendieron todas las luces. Y por fin lo vi. Hacía tanto tiempo que no sabía nada sobre él. Pensaba que se había ido al extranjero o a algún lugar donde nadie supiese su nombre. Pero no. Estaba en la ciudad y me había citado a mí. Después de tantos vaivenes y miradas. Después de no hablarnos. De no vernos. De no ser nada. Sentí que podía detenerse toda mi vida en aquel instante y no ocurriría nada. Nada mejor que eso. 
Me miró y sonrió. ¿Estás segura? Completamente, le dije. Y sin dudarlo me levanté de la silla y me dirigí a su lado. Después de esto no hay vuelta atrás. Ni siquiera me importaba. 
Avancé en su dirección, y tras su minúsculo despacho había una puerta de hierro forjado, que resultaba pesada con solo mirarla. Esperé a que la abriera, con un poco de impaciencia. Me dejó pasar primero, y una vez los dos dentro me dijo: Bienvenida a la habitación del sexo. 
Había oído hablar sobre él que tenía gustos un tanto extraños, pero nada que no fuese capaz de asumir. Me preguntó si necesitaba algo. Beber, comer o fumar. A todas respondí negando con la cabeza. Muy bien, entonces ve al vestidor. Estaba como una niña con un juguete nuevo. Aunque quizás no era una buena metáfora. Ya me tenía preparados un par de conjuntos que rompería en cuanto saliese de allí, pero aún así me esforcé por vestirme como una verdadera puta para la cama.
Me desnudé y coloqué mi ropa encima de un estante, que por cierto, ponía mi nombre. No sé cómo sabía que mi respuesta sería sí. Me puse unas medias trasparentes, un pantaloncito de cuero negro de talle muy alto y muy cortito estilo años 80, un corsé de cremallera bastante ceñido y unos tacones tan altos que me costaba mantener el equilibrio sobre ellos. Me recogí el pelo con una coleta. Tenía la cara totalmente despejada. Me maquillé, como si fuera una profesional del oficio y salí para que me diera el visto bueno.
Estaba esperándome completamente desnudo enfrente de la puerta del vestidor. Cuando lo encontré así, como dios lo trajo al mundo, solo fui capaz de quedarme boquiabierta y no decir absolutamente nada. Mi estupor hizo que se creciera, en todos los sentidos. 
Me cogió de la mano, con mucha delicadeza. Si os digo la verdad, no lo recordaba así, pero cuando sostuvo mi mano sabía que no había cambiado tanto. 
Me sentó en la cama, y me dijo que si estaba preparada. Para todo, pensaba. Aunque solo asentía. Sacó de la mesilla de noche una corbata, y me vendó los ojos. Me tumbó y me levantó las manos. En el cabecero de la cama habían grilletes que me colocó uno en cada muñeca. 
Se acercó a mi oído y me dijo, si te portas bien no te ato los pies, confío en ti. 
Sonreí. Estaba temblando de los nervios. No sabía si era por la situación, por él o por cómo una llamada había derivado en todo esto. 
Noté cómo empezaba a pasar sus dedos por mi cuerpo, entre mis senos, por mi ombligo, rodeándolo, respetando cada curva que se encontraba, cada lunar. Solo con dos dedos me desabrochó el pantalón y me lo fue bajando. Antes de hacerlo posó su boca encima de mi entrepierna y lo oí susurrar ¿todavía no sientes nada verdad? Si os digo la verdad, me daba vergüenza que tocará las medias en ese momento, porque sabía que estaban empapadas. 
Me empezó a besar, por dónde una vez hicieron sus yemas una trayectoria. Lamía todo aquello que estaba a su alcance. Pasó su lengua y sus manos tan cerca de mi amor propio que me destensé justo en ese instante. ¿Ya está bien de delicadezas, verdad? Con sus dos manos fuertemente rompió mis medias y se abalanzó con su boca sobre mi libertad. Lamía de abajo hacia arriba y mis ingles ya lo habían notado desde antes de que hubiese posado su boca. Me acariciaba con sus dedos por cada lugar donde su lengua ya había hecho estragos. Cuando estaba casi al borde de dejarme la voz en esa habitación recorrió desde mi oscuridad hasta mi cuello con su lengua... bajando la cremallera del corsé a su paso. 
Tenía las manos totalmente extendidas, tanto como los grilletes me dejaban, puso sus labios a la altura de mi boca, cogí aire y lo sentí. Había tocado fondo desde el primer momento y mientras me dirigía a su gusto con todo su argumento me besaba. No antes, ni después. Justo la primera vez que se metió dentro de mí. Sentí sus labios y su cuerpo después de tanto tiempo. 
Me miraba, sabía que me estaba mirando, aunque yo no lo pudiera ver. Cada vez me embestía con más y más fuerza, me pegaba hasta que el dolor se convertía en placer, y no parábamos de gritar. 
Sentía escalofríos por todo el cuerpo. Cogió una fusta, de no se qué lugar, y cada vez que notaba que me iba a correr me daba en los pezones. Pero pasaba su lengua para sanarlos. 
Una de las veces le supliqué que me dejará llegar ya, que estaba apunto de explotar. Se acercó a mí oído y dijo "cuando quieras, cariño", me embistió una vez más y sentí que caíamos. Su cuerpo contra el mío, a la par, nos habíamos dejado la voz y todas las cuentas pendientes que nos debíamos. 

No recuerdo cómo, porque caí rendida en el acto, pero cuando desperté ya estaba desatada y con mi ropa puesta. En la misma cama donde hacía un par de horas no habría podido quedarme en silencio. 
Me levanté y miré alrededor. No vi a nadie. Solo una nota en la almohada y una cartel fluorescente que ponía "SALIDA". 

Me puse los zapatos, cogí mi bolso y leí la nota de camino a la puerta de salida.

"Gracias por las noches que no pasamos, 
por los besos que faltaron, 
por conservar las ganas.
No nos hacíamos falta, 
pero necesitaba recordarte que tú también eres mía, 
aunque sea solo entre estas cuatro paredes. 

Te llamaré. 
Si no, ya sabes dónde encontrarme."

Deje entrever una sonrisa, salí del edificio, guardé la nota y me encendí un cigarrillo. Miré a la única ventana del edificio, sabía que estaba ahí. Cogí el pitillo con la mano derecha y me despedí de él. Sabía que era el final. Aunque ingenuos de nosotros creyéramos que no. 


3 de septiembre de 2014

Al desamor de mi vida.

¿Te acuerdas cuando ya no podíamos ni vernos? Pensé que me moría si tú te habías dado cuenta también. 

Debí haberlo pensando como mil veces, una por cada vez que te miraba a los ojos y no sentía nada. Una por cada vez que te besaba y conservaba el aliento. 
Pude hacerlo tantas veces, de tantas formas, con tantas palabras... y me quedé en silencio. 

Estuve a punto de gritártelo a la cara. Mil y una veces. Y nunca me atreví. Si me hubieras conocido, al final lo hubieras sabido tú. Me tenía que ir. Sin el amor. Sin las ganas. Sin ti. 

Ya ninguno de los dos queríamos compartir la almohada ni las mantas, que nunca abrigaron a los corazones helados. Estuve a punto de dejarte una carta. Pero nunca supe que decirte. 

Al (no) amor de mi vida, 
por no seguir, 
por no ayudarme a continuar, 
por llorarme los días. 

Me hubiera roto en más trocitos aún si cabe. 
No quería ser yo quién te dijera que ya no podía huir más estando tan cerca. 

Y todavía, a veces, echo de menos como (no) me querías. 

No soy poeta, 
pero te he mentido tantas veces en el papel, 
que aún no entiendo como me crees bajo las sábanas.

Ya te había dicho que no quería escribirte una carta. Nunca he sido de escribir cartas al desamor de mi vida.

Pero quizás. 
Por si algún día apareces. 
En algún lugar...

...donde ya nos hayamos querido antes.